5 sept 2013

Infortunios de un ovejero Kazajo













Por: Daniel Salinas Basave



Si hoy el mundo entero supo que existimos no fue por el par de goles que le anotamos hace una semana a un equipo centenario, sino por la maldita oveja que no me dejaron matar. Esa estúpida oveja escocesa que ahora mismo debe estar balando en algún corral y que mañana o pasado será finalmente degollada en un rastro sin que nadie salga protestar por su asesinato. Esa condenada oveja cuya sangre debió mojar el pasto donde al final caímos derrotados. Derrotados por mi culpa, porque yo este día tenía una misión y no fui capaz de cumplirla, así que el único responsable de ésta catástrofe soy yo y nadie más. Porque la única razón por la que venciendo mi terror me he subido a un avión y he salido de Kazajistán por vez primera en mi vida fue para ejecutar la misión que debía cumplir y no pude. La prensa podrá perorar lo que quiera para explicar nuestra derrota, pero verdad hay una sola y esa verdad absoluta es que bastaba una gota de sangre de la oveja para que en este momento estuviéramos festejando bañados en vodka y no con esta cara de funeral.

Hoy la prensa deportiva, la que pasa un día sí y otro también hablando del Manchester y del Barcelona, de Messi y de Ronaldo, se ha enterado que existe un equipo llamado Shakhter Karagandy y les han dicho que ese equipo, cuyo nombre ni siquiera pueden pronunciar, es el actual campeón kazajo. He vivido más de medio siglo de vida y desde que era un mocoso mi felicidad y mi tristeza han estado unidas al destino del Shakhter Karagandy. Este club fue fundado en 1958 y puedo jurar que desde el instante de su nacimiento, nunca, pero lo que se dice nunca se había hablado tanto de nosotros en el mundo como este día. El problema es que la prensa no está hablando del equipo que tuvo en la lona al Celtic Glasgow de Escocia y que estuvo a unos minutos de colarse por la puerta grande a la Champions League, sino de una pandilla de bárbaros que matan ovejas antes de los partidos. Para ellos esa es la noticia. Mañana nos olvidarán u olvidarán nuestro nombre, si es que no lo han olvidado ya y recordarán tan solo la historia de un equipo de un país raro que pudo ser Azerbaiyán o Turkmenistán o Kurdistán o cualquier monte de salvajes, cuyo mayor mérito en el mundo es matar ovejas antes de los partidos. La prensa no está hablando de nuestros delanteros o nuestro heroico arquero. Están hablando de la maldita oveja y esa era mi responsabilidad y de nadie más. Este fracaso no puedo compartirlo con nadie. Así como los delanteros debían meter goles y el arquero debía taparlos, yo debía matar a esa condenada oveja y no lo hice. Por eso estamos derrotados y por eso mañana estaremos de vuelta en ese mundo donde nadie volverá nunca más a voltearnos a ver. Hoy conocimos la luz y hoy mismo volvemos a la oscuridad. Hoy, los que pronuncian todos los días el nombre del Real Madrid y el Chelsea, pronunciaron por primera vez nuestro nombre, pero yo sé bien que no lo volverán a pronunciar. A partir de mañana nuestro destino es el olvido. Mi nombre es Stanislav Borantayev y nací hace 54 años en Karagandy, una ciudad donde no debí haber nacido, o al menos no esa época, porque ahí solo nacían los hijos de los condenados, que eran casi todos prisioneros de guerra alemanes quienes debieron pasar el resto de sus vidas en las minas de carbón. Yo en cambio soy un kazajo hecho y derecho, hijo de padre kazajo y madre kazaja y nieto de abuelos kazajos que fueron pastores nómadas, al igual que mis bisabuelos y tatarabuelos. Pastores nómadas como durante siglos fueron los pobladores de este pedazo de tierra olvidado de la mano de Dios y de los ojos del mundo. En la época en que nací las cosas ya habían cambiado. El cielo, el agua y las montañas ya no eran nuestras para caminarlas como las caminaron nuestros antepasados. Tampoco las aguas del Mar Caspio. En el Karagandy soviético de mediados del siglo pasado la vida le tenía reservado a cada habitante un promisorio futuro en las minas de carbón. La única manera de apartarse de ese destino irrenunciable, era alcanzar un alto grado en el comité sectorial del partido o hacerse futbolista. Dado que nunca entendía nada de política y jamás supe muy bien lo que Lenin nos quiso decir, opté por la segunda opción. El problema es que tampoco fui nunca un gran futbolista. Jugaba, o decía que jugaba, de arquero, pero en esa posición siempre estuve condenado a ser suplente. La posición en la que he llegado a ser insustituible hasta esta noche, fue la que vine a desempeñar sin éxito aquí, en este triste estadio escocés, escenario de mi fracaso. Una posición de la que no tuve que retirarme con la edad, pues con el paso de los años fui perfeccionando mi técnica en lugar de deteriorarme. Mi rol en el equipo es el de matador de ovejas. Aunque en la lista de este viaje he sido acreditado oficialmente como utilero, la realidad es que mi única función es regar el campo con la sangre de un cordero recién sacrificado. No soy por cierto un improvisado. Este oficio, que es más bien un arte, lo aprendí de mi abuelo. El mundo lo ignora, pero Kazajistán, o al menos Karagandy, recuerda que algún día, hace casi 50 años, nos cubrimos de gloria y el arte de mi abuelo tuvo mucho que ver en ello. Ocurrió en 1965, cuando el legendario Torpedo de Moscú visitó Karagandy para enfrentarnos en la Copa Soviética. Digo enfrentarnos porque yo siempre me he sentido un jugador más de Shakther Karagandy, aunque en aquel entonces yo era un niño de seis años de edad que contemplaba a su abuelo degollar cabras y cerdos con maestría de viejo nómada. Hoy el Torpedo es un equipito en desgracia pero en los años 60 era una máquina de guerra. El mejor Torpedo de la historia es el que visitó Karagandy en 1965. Esa máquina albinegra fue el primer gran equipo que pisó la cancha de Shakhter. El Futbol con mayúsculas ocurría lejos, muy lejos de nosotros y lo conocía solo de oídas, como se conocían antaño los mitos y las leyendas. Así escuchaba hablar de la selección de la Unión Soviética que iba a los mundiales de futbol y de esos impresionantes equipos que jugaban en estadios enormes de Moscú y Leningrado. Yo no lo recuerdo, pues era muy pequeño, pero me cuentan que allá por 1963 el Shakhter Karagandy viajó hasta tierras moscovitas para jugar contra el mismísimo Dinamo, el equipo donde jugaba la legendaria Araña Negra Lev Yashin. Por supuesto perdimos, pero apenas por 2-1 lo que significa que en la historia de mi equipo está inscrito un gol anotado al mejor portero del universo. Lo del partido contra el Dinamo es una historia que se de oídas como si fuera una leyenda, pero el juego con el Torpedo sí que lo recuerdo. Vaya, no exagero si digo que es el recuerdo más impactante de mi temprana infancia. Podrían pensar que a los seis años un pequeño tiende a ser impresionable, pero creo que cualquier habitante de Karagandy que haya estado vivo en 1965 debe tener ese recuerdo almacenado en un sitio muy especial de la memoria. En aquel tiempo no pasaba nada interesante en Karagandy y el que nos visitara el mejor equipo de la Unión Soviética en nuestra enlodada cancha era algo más que un hito. Más de 35 mil personas se dieron cita para ver ese juego, una multitud nunca antes congregada en la historia de Karagandy para ver un espectáculo deportivo. Nadie me lo contó porque yo estuve ahí, cargando en hombros por mi abuelo, que fue el héroe de la jornada. No, mi abuelo no era futbolista y en realidad entendía muy poco de futbol, pero era un kazajo orgulloso y supo que en esa cancha de lodo se jugaba el honor de nuestra patria. Antes de explicar las razones por las que mi abuelo fue el verdadero héroe del partido contra el Torpedo, debo narrar quién era ese hombre que me enseñó el arte hoy domino. Mi abuelo nació en una familia de pastores nómadas que a finales del Siglo XIX recorrían las estepas al pie de los Urales en busca de pastizales para sus cabras. Mi abuelo creció viviendo como vivían los tártaros muchos siglos antes. Desde muy pequeño aprendió a usar el cuchillo para sacar las entrañas de los animales y arrancar sus pieles como quien pela una fruta. Como hijo de la estepa, conoció rutas, escondrijos y secretos de una hostil naturaleza. Siendo ya un hombre maduro, en plena guerra contra los alemanes en los años 40, mi abuelo fungió como guía de las unidades del Ejército Rojo que cruzaban por los Urales y según me cuenta, conoció personalmente al mismísimo Nurken Abdirov, el héroe kazajo de Stalingrado cuyo avión hizo estragos entre los nazis. Después de la guerra, mi abuelo fue recompensado con un comisariado en el soviet de Karagandy. Sus pequeños privilegios de veterano de guerra y su habilidad para matar, desollar y arrancar la piel de una cabra o un cerdo en unos cuantos minutos le valieron la licencia para convertirse en el administrador del pequeño rastro de Karagandy. Desde que yo era un niño recién destetado que aprendía a dar sus primeros pasos, vi a mi abuelo degollar animales de rastro sin que el asunto me generara ningún tipo de miedo o repugnancia. Mi abuelo era un hombre respetado en Karagandy y en aquel histórico juego contra el Torpedo Moscú fue invitado por los líderes del comité local del Partido Comunista para presenciar el espectáculo desde un lugar privilegiado. He dicho que mi abuelo entendía poco de futbol, pero pudo darse cuenta que en aquel juego contra los moscovitas había algo demasiado grande en juego para el orgullo kazajo. Conocido por ser un sabio que solía tener respuestas para casi cualquier tópico de la vida, fue consultado por el entrenador de Shakhter, quien deseaba saber si existía algún secreto para poder enfrentar a un rival superior en técnica y experiencia. Fue entonces cuando mi abuelo sugirió invocar el espíritu de los grandes ancestros kazajos. Su idea era sencillísima y la había puesto en práctica muchas veces en su vida cuando la estepa se tornaba hostil. Sacrificar un cordero y regar con su sangre la tierra kazaja había sido un buen remedio en el campo para conjurar sequías, tormentas y enfermedades. Era preciso bendecir la cancha con la sangre de un cordero sacrificado en un clásico ritual kazajo para inclinar la fortuna a favor de los nuestros. El entrenador y los jugadores estuvieron de acuerdo. Tenían fe plena fe en mi abuelo y el ritual estepario les contagiaba confianza. Las autoridades partidistas no vieron con buenos ojos la propuesta. Aunque el Partido Comunista apoyaba las manifestaciones de cultura popular, aquello les sonaba a superchería brujeril, una costumbre supersticiosa propia de ignorantes que el marxismo leninismo debía combatir. Sin embargo, fue tanta la presión del entrenador y los jugadores, que las autoridades accedieron, aunque cuidándose mucho de que los integrantes del Torpedo moscovita no se enteraran del ritual, pues temían ser denunciados en el Kremlin como promotores de cultos primitivos opuestos al espíritu científico del progreso soviético. Horas antes de iniciar el partido, cuando los jugadores aun no salían a calentar y no había público en las tribunas, mi abuelo entró al campo de juego cargando en brazos a una regordeta oveja. Yo caminaba tras él, a unos metros y lo vi, mientras alzaba la mirada al cielo para después buscar los ojos del animal al que sujetaba con un solo brazo. Con la mano libre empuñó su viejo cuchillo tártaro, herencia de su padre y con un solo tajo maestro rajó la yugular de la oveja. La sangre brotaba en catarata y mi abuelo la esparcía por el pasto mientras emitía un canto inaudible. La hierba y el lodo habían quedado cubiertos de sangre. El ritual sólo llevo unos minutos. Mi abuelo salió de la cancha y poco después entraron los jugadores. Entonces ocurrió el milagro: Shakhter Karagandy ganó 1-0 a los moscovitas. Nadie daba crédito a lo que veía. La cancha kazaja regada con sangre de cordero se transformó en un territorio inexpugnable para los moscovitas que erraban pases y se tropezaban como si fueran víctimas de un hechizo, mientras los nuestros corrían como liebres y robaban el balón en cada intento de ataque del rival. Por supuesto no fue un juego fácil, pero al final lo ganamos por la mínima diferencia, suficiente para que el resultado tuviera resonancia en Moscú, donde por fin se enteraron que en un lejano arrabal kazajo, existía un equipo capaz de desbaratar al más grande. Aquel triunfo fue el primer gran éxito en la historia del Shakhter Karagandy y lo único digno de presumir en el magro anecdotario. Pese al prestigio que nos otorgó la victoria, seguimos siendo un equipo chico. El Kairat Almaty, el orgulloso equipo de la capital, era el único cuadro kazajo que jugaba regularmente en la liga superior del futbol soviético, mientras que nosotros debíamos conformarnos con jugar los torneos zonales clase B. No fueron pocas las veces que le pidieron a mi abuelo repetir el ritual, pero él se negó. No se trataba de banalizar una ceremonia de comunión con el espíritu de la tierra en cualquier juego sin trascendencia. Tampoco estaría dispuesto a emplear su arte contra equipos kazajos con quienes compartíamos la misma tierra. Los años pasaron, el Shakhter continuó compitiendo en el torneo zonal sin grandes éxitos dignos de reseña, mientras yo iba dejando atrás la infancia...

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Muchas felicidades por este relato. Sigo este blog desde hace tiempo y me parece de lo mejor que se haya publicado.

Anónimo dijo...

Kazakhstan es una paradoja. Debe ser el país poco conocido más grande del mundo (1.5 veces el tamaño de México)