13 ago 2013

Dilemas de Zurdos y Fachos (fragmento de cuento)

Fragmento del cuento "Dilema de zurdos y fachos"
Por: Daniel Salinas Basave

Se llama Gaulterio y la vida no le sonríe. Tiene 33 años y vive en Roma. Cabeza rapada y rostro curtido por la hostilidad de una existencia ruda. Es aficionado a la Lazio y esa es la única condición duradera en su vida. Lo demás se ha convertido en un caos. Por ahora diremos que es oficialmente desempleado. De vez en cuando gana algún dinero en trabajos temporales que nunca imaginó desempeñar. Gaulterio a menudo cierra los puños y le pega a las paredes. Les pega duro, hasta que los nudillos le sangran y sólo entonces siente algo parecido a un alivio. La vida no le sonríe, pero antes al menos le hacía de vez en cuando un cariño. Hoy la vida es hostilidad pura: un puño cerrado; un escupitajo en la cara; un bolsillo siempre vacío. El mundo entero se está yendo por el resumidero y Gaulterio está harto de no hacer nada. ¿Y qué carajos puede hacer? ¿Emigrar? ¿Levantarse en armas? ¿Matar a alguna basura humana y asegurar un sitio en el calabozo? ¿Matarse? ¿Qué mierdas se supone que debe hacer? Por ahora no hace nada más que esperar. Esperar a que algún viejo colega le invite una cerveza en un bar para putear a la existencia desde la barra. Esperar que los días de entresemana corran veloces. Y esperar, con toda su alma, el momento en que por dos horas ocupa su sitio en el universo: la curva norte del Estadio Olímpico de Roma. En un mundo tan hijo de puta y tan avaro con los placeres, un gol de Lazio es lo único que hace que la vida siga valiendo la pena ser  vivida. 

II Se llama Arno y la vida no le sonríe. Tiene 35 años y por ahora ha vuelto a vivir en el puerto de Livorno. Barba enmarañada y rostro curtido por la hostilidad de una existencia ingrata. Es aficionado al AS Livorno Calcio y esa ha sido la única condición más o menos duradera en su vida. Lo demás es y ha sido un caos itinerante. Para efectos censales es oficialmente un desempleado. Ante sí mismo se considera un hombre libre. De vez en cuando gana algún dinero vendiendo artesanía barata a los turistas. Arno a menudo patea piedras y latas en la calle. Las patea tan duro, que a veces queda con el empeine molido. Solo entonces siente algo parecido a un alivio. La vida no le sonríe, pero antes él creía en poder forzarle una sonrisa. Hoy la vida es hostilidad pura: un culo cagando en su rostro; un huevo podrido reventando en su cráneo; un bolsillo siempre vacío. El mundo entero se cae por el desbarrancadero y a Arno le empiezan a faltar fuerzas para enfrentarlo. ¿Y qué carajos puede hacer? ¿Seguir emigrando? ¿Encender la pólvora empapada de la revolución social? ¿Poner una bomba en McDonald’s o Walmart? ¿Atentar contra algún cerdo imperialista? ¿Suicidarse? ¿Qué mierdas se supone que debe hacer? Por ahora no hace más que esperar. Esperar a que alguno de los colegas de la banda consiga un poco de hierba o chocolate para irse a fumar a la playa e imaginar un mundo alucinado e improbable. Esperar que los días traigan consigo una broma de la aleatoriedad. Y esperar, con toda su alma, el momento en que por dos horas ocupa su sitio en el mundo: la cabecera sur del estadio Armando Picchi. En un planeta empeñado en aplastar a los pobres, un golecito de Livorno es la única felicidad auténtica a la que tiene derecho un miserable.

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