5 ene 2014

El Túnel



Por: Gaspar Cabrera
Cuando Leopoldo llegó a la obra el sol apenas destilaba unos cuantos colorcillos y el frío de la madrugada aún calaba las entrañas. Metió la mano en el bolsillo de la chamarra y sacó un cigarrillo el cual se desvaneció rápidamente en su trayecto hacia el andamio. Su rostro estaba desencajado por completo, y sus grandes cejas miraban hacia abajo. Aún no entendía cómo sucedió lo de ayer. La manera tan grotesca como lo habían burlado no la olvidaría jamás. Tenía que vengarse. Alguien pagaría por lo que le habían hecho.
Poco a poco el edificio se fue poblando de trabajadores y el sonido de las voces y las herramientas comenzó a tomar control de todo el ambiente. A pesar de que el trabajo ya estaba en marcha, Leopoldo seguía sin proferir una sola palabra a los demás. Sus aprendices sabían lo que le había sucedido y por nada del mundo pretendian tocar el tema hasta que se le pasara el enojo. Habían estado ayer en el campo, y vieron como Manuel el fontanero le aplicó ese túnel perfecto. Una jugada soberbia donde de espaldas hacia Leopoldo, el muchacho cacheteó la pelota y nuestro pobre Leopoldo con las patotas abiertas y sin sotana se comió toda la pelota cual alcantarilla destapada. Le habián dado donde más le dolía.
El hombre era recio y orgulloso. Como maestro albañil siempre se sintió superior a los demás muchachos, y nunca dejaba pasar una oportunidad para en tono de consejo piadoso hacerles saber quién sabía más y quién era más chingón. Su orgullo también se trasladaba al pequeño campo donde jugaban los domingos. Era un alarde de técnica como defensa, duro de roer, colmilludo. Regularmente no le pasaban este tipo de cosas, de hecho había tenido algunos episodios pero ninguno tan humillante como el de ayer. Fue tanto el bochorno que terminando el juego, tomó sus cosas y sin despedirse se largó.
Cuando Manuel entró al edificio los muchachos coladores silbaron y los que escucharon el silbido, sabían qué significaba. Leopoldo muy concentrado con el nivel, bajó los ojos y prosiguió a tomar medidas con el metro. El ascenso del jóven hasta el septimo piso donde se estaba trabajando la fontanería iba dejando una estela de alharaca, gritos, felicitaciones, invitaciones a la cantina, uno que otro osado hizo como que pedía un autógrafo, el Memo lo tomó del hombro y con la cuchara hizo como que lo entrevistaba. Todos reían y le daban palmadas en la espalda. El viejo Soto gritaba y gritaba.
Cuando se aproximó al quinto piso, donde Leopoldo y su cuadrilla laboraban, el muchacho pasó rápidamente y sin voltear. Leopoldo con el rabillo del ojo lo miró y continuó con lo que estaba haciendo. A sus espaldas, dos de sus muchachos actuaron la jugada y sin emitir sonido se rieron y apuntaron con las narices al viejo cascarrabias mientras Manuel continuaba su ascenso. Al llegar al piso siguiente la retahila de gritos y felicitaciones continuó. Sólo porque Leopoldo era una autoridad, el edificio entero no estalló en aplausos.
Es que siempre es así. Los orgullosos la pagan doble y Leopoldo no era un orgulloso cualquiera, era el rey. Sus muchachos lo aguantaban porque se habían acostumbrado a su singular pedantería y como sea, era bueno en su trabajo  y ellos en el fondo lo sabían. Muchas cosas habían aprendido de él.
El día transcurrió con tranquilidad y fue hasta la hora de comer cuando Leopoldo y Manuel estuvieron cerca de nuevo. La sola presencia del viejo hacía que los más jóvenes bajaran la voz y mostraran más delicadeza al tocar el tema. Manuel no comentó nada mientras almorzaban, hasta que el viejo Soto vomitó un "Ooooole" por las espaldas de Leopoldo y todos se quebraron de la risa. Leopoldo casi se atraganta del coraje. Su rostro se puso rojo y mirando a Manuel le dijo: - En tu vida me la vuelves a hacer mocoso - Y tomó rumbo al edificio mientras todos se partían de la risa. Manuel lo miró irse, y con desprecio volteó la mirada hacia sus compañeros que aún se carcajeaban y azuzó más el escándalo.
Mes y medio tuvo que pasar para que el destino le ofreciera una oportunidad de revancha al viejo Leopoldo. El equipo donde jugaba el muchacho jugaría contra ellos el domingo. Pero ahora en semifinales. Todas las cuadrillas de trabajadores hablaban del asunto, hasta los ingenieros irían a ver el partido decían. El ambiente era de total expectación y el viejo maestro albañil ufano y majestuoso, lucía más seguro que nunca. Prometió diez cartones de cerveza a sus muchachos si ganaban. Romerito el repellador, que también era el portero, miraba al cielo cada vez que se hablaba del asunto. Bien sabía que la velocidad y técnica del fontanero eran de una categoría superior a la de cualquiera de ellos.
La noche anterior al gran día, Leopoldo cenó en su casa y junto a la televisión, donde tenía todos los trofeos que había ganado, puso los botines y las medias que se pondría al día siguiente. Su mujer lo llenó de ánimo y le dijo que lo esperaría con el viejo conjunto que tanto le gustaba. Ya saben, para celebrar. Ella nunca iba al campo porque Leopoldo no la dejaba, ya que según él, siempre que iba perdían o alguien salía lesionado, así que por cábala: - Tú te quedas vieja - Le decía. Ella aceptaba con dulzura ya que le importaba muy poco eso del futbol, pero siempre siempre rezaba porque ganaran, ya que si perdían, su pobre viejo seguro llegaba triste a la casa.
La pequeña cancha lucía esplendorosa al medio día. Las paupérrimas tribunas estaban abarrotadas por un público bien conocido y en efecto dos ingenieros habían asistido. Todo tenía un sabor especial. Para Leopoldo la hora había llegado. Sus camaradas lo arengaban mientras calentaba y daba unas cuantas indicaciones a los de su equipo. Los muchachos del equipo contrario llegaron y en las gradas la parcialidad también hizo lo suyo. El árbitro llamó a los capitanes al círculo central. Leopoldo y Manuel estrecharon sus manos y la pelota rodó...
En la historia del cronismo deportivo existen momentos donde el narrador, lo mejor que puede hacer es callarse la bocota. Eso es lo que haré amigos míos. los detalles sobre el final de esta historia están en la imaginación de cada uno de ustedes. Me resta decir que de una u otra manera el equipo de Manuel avanzó a la final y la perdió en penales contra los del aluminio. Leopoldo siguió siendo maestro albañil y esa noche al llegar a casa su esposa lo animó de la mejor forma en la que una mujer puede animar a un hombre. Ya muy tarde, mientras retozaban cálidamente en el lecho, Leopoldo imaginó como sería el día de mañana, imaginó las burlas y los gritos en la obra, pero le importaba poco porque estaba feliz. Antes de dormir, con la cabeza recostada sobre la almohada le dijo a su mujer:
- Vieja, creo que ya me estoy hartando de esta chingadera del futbol  -
Su mujer con los ojos cerrados esbozó una leve sonrisa en la oscuridad y respondió:
- Está bien viejo, pero ya duérmete.

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