Cuando Leopoldo llegó a la obra el sol apenas destilaba unos cuantos
colorcillos y el frío de la madrugada aún calaba las entrañas. Metió la mano en
el bolsillo de la chamarra y sacó un cigarrillo el cual se desvaneció
rápidamente en su trayecto hacia el andamio. Su rostro estaba desencajado por
completo, y sus grandes cejas miraban hacia abajo. Aún no entendía cómo sucedió
lo de ayer. La manera tan grotesca como lo habían burlado no la olvidaría
jamás. Tenía que vengarse. Alguien pagaría por lo que le habían hecho.
Poco a poco el edificio se fue poblando de trabajadores y el sonido de las
voces y las herramientas comenzó a tomar control de todo el ambiente. A pesar
de que el trabajo ya estaba en marcha, Leopoldo seguía sin proferir una sola
palabra a los demás. Sus aprendices sabían lo que le había sucedido y por nada
del mundo pretendian tocar el tema hasta que se le pasara el enojo. Habían
estado ayer en el campo, y vieron como Manuel el fontanero le aplicó ese túnel
perfecto. Una jugada soberbia donde de espaldas hacia Leopoldo, el muchacho
cacheteó la pelota y nuestro pobre Leopoldo con las patotas abiertas y sin
sotana se comió toda la pelota cual alcantarilla destapada. Le habián dado
donde más le dolía.
El hombre era recio y orgulloso. Como maestro albañil siempre se sintió
superior a los demás muchachos, y nunca dejaba pasar una oportunidad para en
tono de consejo piadoso hacerles saber quién sabía más y quién era más chingón.
Su orgullo también se trasladaba al pequeño campo donde jugaban los domingos.
Era un alarde de técnica como defensa, duro de roer, colmilludo. Regularmente
no le pasaban este tipo de cosas, de hecho había tenido algunos episodios pero
ninguno tan humillante como el de ayer. Fue tanto el bochorno que terminando el
juego, tomó sus cosas y sin despedirse se largó.
Cuando Manuel entró al edificio los muchachos coladores silbaron y los que
escucharon el silbido, sabían qué significaba. Leopoldo muy concentrado con el
nivel, bajó los ojos y prosiguió a tomar medidas con el metro. El ascenso del
jóven hasta el septimo piso donde se estaba trabajando la fontanería iba
dejando una estela de alharaca, gritos, felicitaciones, invitaciones a la
cantina, uno que otro osado hizo como que pedía un autógrafo, el Memo lo tomó
del hombro y con la cuchara hizo como que lo entrevistaba. Todos reían y le
daban palmadas en la espalda. El viejo Soto gritaba y gritaba.
Cuando se aproximó al quinto piso, donde Leopoldo y su cuadrilla laboraban,
el muchacho pasó rápidamente y sin voltear. Leopoldo con el rabillo del ojo lo
miró y continuó con lo que estaba haciendo. A sus espaldas, dos de sus
muchachos actuaron la jugada y sin emitir sonido se rieron y apuntaron con las
narices al viejo cascarrabias mientras Manuel continuaba su ascenso. Al llegar
al piso siguiente la retahila de gritos y felicitaciones continuó. Sólo porque
Leopoldo era una autoridad, el edificio entero no estalló en aplausos.
Es que siempre es así. Los orgullosos la pagan doble y Leopoldo no era un
orgulloso cualquiera, era el rey. Sus muchachos lo aguantaban porque se habían
acostumbrado a su singular pedantería y como sea, era bueno en su trabajo y ellos en el fondo lo sabían. Muchas cosas
habían aprendido de él.
El día transcurrió con tranquilidad y fue hasta la hora de comer cuando
Leopoldo y Manuel estuvieron cerca de nuevo. La sola presencia del viejo hacía
que los más jóvenes bajaran la voz y mostraran más delicadeza al tocar el tema.
Manuel no comentó nada mientras almorzaban, hasta que el viejo Soto vomitó un
"Ooooole" por las espaldas de Leopoldo y todos se quebraron de la
risa. Leopoldo casi se atraganta del coraje. Su rostro se puso rojo y mirando a
Manuel le dijo: - En tu vida me la vuelves a hacer mocoso - Y tomó rumbo al
edificio mientras todos se partían de la risa. Manuel lo miró irse, y con
desprecio volteó la mirada hacia sus compañeros que aún se carcajeaban y azuzó
más el escándalo.
Mes y medio tuvo que pasar para que el destino le ofreciera una oportunidad
de revancha al viejo Leopoldo. El equipo donde jugaba el muchacho jugaría
contra ellos el domingo. Pero ahora en semifinales. Todas las cuadrillas de
trabajadores hablaban del asunto, hasta los ingenieros irían a ver el partido
decían. El ambiente era de total expectación y el viejo maestro albañil ufano y
majestuoso, lucía más seguro que nunca. Prometió diez cartones de cerveza a sus
muchachos si ganaban. Romerito el repellador, que también era el portero,
miraba al cielo cada vez que se hablaba del asunto. Bien sabía que la velocidad
y técnica del fontanero eran de una categoría superior a la de cualquiera de
ellos.
La noche anterior al gran día, Leopoldo cenó en su casa y junto a la
televisión, donde tenía todos los trofeos que había ganado, puso los botines y
las medias que se pondría al día siguiente. Su mujer lo llenó de ánimo y le
dijo que lo esperaría con el viejo conjunto que tanto le gustaba. Ya saben,
para celebrar. Ella nunca iba al campo porque Leopoldo no la dejaba, ya que
según él, siempre que iba perdían o alguien salía lesionado, así que por
cábala: - Tú te quedas vieja - Le decía. Ella aceptaba con dulzura ya que le
importaba muy poco eso del futbol, pero siempre siempre rezaba porque ganaran,
ya que si perdían, su pobre viejo seguro llegaba triste a la casa.
La pequeña cancha lucía esplendorosa al medio día. Las paupérrimas tribunas
estaban abarrotadas por un público bien conocido y en efecto dos ingenieros
habían asistido. Todo tenía un sabor especial. Para Leopoldo la hora había llegado.
Sus camaradas lo arengaban mientras calentaba y daba unas cuantas indicaciones
a los de su equipo. Los muchachos del equipo contrario llegaron y en las gradas
la parcialidad también hizo lo suyo. El árbitro llamó a los capitanes al
círculo central. Leopoldo y Manuel estrecharon sus manos y la pelota rodó...
En la historia del cronismo deportivo existen momentos donde el narrador,
lo mejor que puede hacer es callarse la bocota. Eso es lo que haré amigos míos.
los detalles sobre el final de esta historia están en la imaginación de cada
uno de ustedes. Me resta decir que de una u otra manera el equipo de Manuel
avanzó a la final y la perdió en penales contra los del aluminio. Leopoldo
siguió siendo maestro albañil y esa noche al llegar a casa su esposa lo animó
de la mejor forma en la que una mujer puede animar a un hombre. Ya muy tarde,
mientras retozaban cálidamente en el lecho, Leopoldo imaginó como sería el día
de mañana, imaginó las burlas y los gritos en la obra, pero le importaba poco
porque estaba feliz. Antes de dormir, con la cabeza recostada sobre la almohada
le dijo a su mujer:
- Vieja, creo que ya me estoy hartando de esta chingadera del futbol -
Su mujer con los ojos cerrados esbozó una leve sonrisa en la oscuridad y
respondió:
- Está bien viejo, pero ya duérmete.
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