POR QUÉ LE VOY A (MONTERREY)

Por: Abel Siller

Cuando te preguntan por qué escogiste a tu mujer en vez de otra o por qué te cambiaste de un trabajo relativamente cómodo a uno donde hay que empezar de cero, no es difícil encontrar una respuesta contundente que enmudezca la curiosidad de los demás. En cambio si la pregunta es una como la que le da título a esta columna se vuelve una labor titánica dar con la respuesta.  Sobretodo cuando tu afición no es el resultado de:

a-    Herencia familiar (lo que pasa es que es el equipo al que le van mis hermanos y mi papá.)

b-    Accidente geográfico (no ps’ le voy porque es el equipo de la ciudad donde nací.)

c-     Efecto Rocky (cómo no irle al equipo que le gana a todos los demás.)

En mi caso le voy a Rayados desde hace tanto tiempo que no registro el momento del enamoramiento que muchos aficionados atesoran en la memoria (o inventan, no se hagan güeyes). Lo que sí recuerdo clarito de cuando era niño es que en ese entonces los Rayados eran la mejor academia de estoicismo en este país. En el Estadio Tecnológico ponían de rodillas hasta al más pintado pero cuando no estaban bajo el amparo del Cerro de la Silla se volvían una verdadera gelatina. 

Tardé lo que por entonces duraban la infancia y pubertad en verlos ganar su primer campeonato. 

Entre el primero y el segundo pasaron tantos años que me dio tiempo de terminar la carrera, casarme, divorciarme, cambiar cinco veces de trabajo, conocer África, volverme a casar (ésta vez con la mujer más maravillosa del mundo) y tener dos hijas hermosas. 

Afortunadamente entre el segundo y el cuarto no pasaron muchos años. Los suficientes eso sí como para borrar el recuerdo de aquellas temporadas en que Monterrey no ganaba nada y Tigres era el patrón de la ciudad (jajajajajajajajajajajajajajajajajajajajaja). Y cosa curiosa para que la afición de Rayados se extendiera a lugares insospechados (saludos a mis brothers de la Barra Norte de México DF; ya tiene más de 100 miembros y todos son chilangos).