MERCI

Había que llegar al Zócalo a como diera lugar, porque eso de ver el partido de Francia en una sala de juntas tomando cerveza en vasitos de unicel, o en un restaurante de franquicia donde los meseros se disfrazan de futbolistas, no es digno de un Mundial. Así que para antes del mediodía, 80 mil huevonazos decidimos escapar de nuestras oficinas con rumbo al Fan Fest del Centro Histórico. También había estudiantes, parejas con niños adormilados, tiernas viejecillas y cientos de emos anoréxicos en camisas verdes extra small (ahora resulta que les gusta el futbol).  Pero la gran mayoría éramos empleados de todos los giros y todas las edades- repartidores de Marinela con su corbatita bien anudada, policías amodorrados, burócratas panzones, franeleros, secretarias cuidando que nadie les pellizcara las nalgas, vendedores ambulantes, publicistas Condeseros, trajeados que cada dos minutos mandaban mensajes desde su Blackberry, albañiles colmando los andamios del Antiguo Palacio del Ayuntamiento y electricistas en paro.

Todos, en algún momento, tendremos que entrar a la oficina del Jefe para explicarle dónde diablos estuvimos el resto de la tarde. Si hay consecuencias, pues ni modo. Al fin y al cabo no todos los días la Selección te hace sentir que vienes del centro del universo. Lo mismo deben opinar los miles de mexicanos que reventaron sus tarjetas de crédito, vendieron el coche o dejaron a sus hijos sin universidad privada con tal de viajar hasta el culo del mundo para seguir al Tricolor. Ya cuando estén de regreso verán como saldan las deudas, así como muchos de nosotros veremos qué carajos hacemos en caso de perder la chamba. 

Total, un trago amargo se olvida a los pocos días, mientras que la experiencia de haber estado en el Estadio Peter Mokaba o de avanzar por el río verde en que se convirtió Avenida Madero entonando el “Cielito Lindo”, nos va a durar toda la vida.

Muchas gracias Tri.